Los pobres de Argentina se merecen algo más que seguir siendo una estadística actualizada mes tras mes. Una labor que realizan, de manera eficiente, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) y el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA).
Quizás por esa razón –porque los números son conocidos desde hace mucho y estables en su núcleo duro, más allá de las variaciones estacionales– puede causar alguna sorpresa el anuncio de que el Ministerio de Capital Humano de la Nación, a cargo de Sandra Pettovello, está presto a presentar su propio sistema de mediación. Es decir, elaborar un índice propio de la misma pobreza.
No sin cierto sentido irónico podría pensarse que, antes que combatir el problema, se opta por mejorar la estadística, como si ante la fiebre se eligiera cambiar el termómetro, para ver si el resultado es menos deprimente.
Resulta extraño que se anuncie la gestión de un nuevo índice cuando lo esperable serían las políticas destinadas a encarar una solución estructural a un problema que ya suma más de dos décadas en el país y que los subsidios no han logrado paliar –y sí complicar– a lo largo de ese tiempo.
Es cierto que la pobreza parece haber retrocedido tras haber superado el 50% de la población argentina. Sin dudas, un dato alentador, corroborado por el observatorio de la UCA. Pero la tentación de mejorar los números cambiando el sistema podría estar incubándose en el citado anuncio, atentos a que el Indec es una institución cuyos parámetros están homologados a nivel internacional y sometidos al escrutinio pertinente.
Si se trata de elaborar un nuevo índice que vaya más allá del nivel de ingresos de la población, cabe preguntarse si uno que considere el acceso a la salud y la educación, acceso a la vivienda y a los servicios esenciales, como agua, luz, gas y transporte, podrá mostrar un rostro menos cruel de la pobreza.
Puede que se trate de un nuevo ejemplo de esa tentación permanente de volver a fundar lo que ya existe y funciona, el recurso de redefinir las cosas para no tener que ocuparse de ellas.
Al respecto, cabe desear que nadie haya pergeñado la peregrina idea de suponer que es posible reducir por decreto el número de pobres.
Como sea, es de esperar que la lucha contra la pobreza pase de una mera cuestión estadística o metodológica, y que se proceda a la iniciativa de convocar a todos quienes tienen parte en el problema para que se escuchen las distintas voces y se pueda consensuar de una vez una política que vaya más allá de lo circunstancial.
El primer paso en esa dirección debería ser el reconocimiento de que se gobierna para la gente, un simple dato que aportaría un toque de humanidad en un país en el que el reconocimiento del otro como un sujeto pleno de derechos se hace cada vez más difícil.