Por qué el ambiente no le importa a nadie: del mito a la tragedia

A nadie le importa el ambiente. Es así de simple. Nada mejor para graficarlo que la denominada “tragedia de los comunes”, descrita por Garret Hardin en 1968: a todo lo que tenemos acceso irrestricto y libre omitimos cuidarlo. Y, ciertamente, quien lo protege –o promueve su protección de cualquier forma– lo hace por un precio.

Todo aquel que realiza una actividad lo hace con un –a mi juicio lógico– interés, y debe recibir algún tipo de compensación, máxime si de allí nos beneficiamos todos.

En un mundo dominado por verdades de reels de Instagram, cabe preguntarnos si el deterioro ambiental es verdaderamente un peligro que nos acecha o tan sólo un mito que nació al calor de las ideas del Club de Roma de 1968, que, a través de su informe “Límites al crecimiento”, dio paso a la primera conferencia internacional en Estocolmo (1972).

El tema ambiental es tan abarcativo y complejo que podríamos discutir sobre la construcción de un complejo de cabañas; o de la instalación de una pastera en una zona costera, o de la emergencia energética y la búsqueda de energías limpias.

Equilibrio necesario

Hoy parece de nuevo existir una grieta que incluso puede desafiar la propia existencia del dilema ambiental, lo que nos lleva a reflexionar sobre una inevitable necesidad: el equilibrio.

El equilibrio es aquello que, en todo momento y lugar, busca la naturaleza. La historia está repleta de ejemplos que refuerzan esta idea. Si construimos sobre un humedal o sobre una zona naturalmente reguladora de lluvias, el agua irá hacia alguna parte: buscará su nivel sin importarle el daño que pueda provocar.

Si avanzamos con el desmonte y el loteo sobre una montaña alterando el ecosistema, tal vez perdamos el microclima. Si desplazamos a la fauna, quizá nos sorprendamos con extraños animales en nuestro jardín.

Puede que por esto mismo cada vez más jóvenes se matriculan en las carreras relacionadas con el ambiente (licenciatura en Gestión Ambiental y otras similares), y quizá también tenga relación con que hoy los grandes estudios jurídicos y las empresas tengan su propio departamento especializado en la materia.

Las nuevas camadas no sólo estudian por un interés laboral, sino que llevan consigo una noción de responsabilidad social y ecológica más marcada que sus predecesores.

Necesitamos equilibrio. Si no tenemos información actual suficiente (a nivel científico), igualmente es nuestro deber tomar medidas de protección.

Ello es así porque el daño ambiental es siempre “pretérito”: los daños que ha sufrido el mundo –en su mayoría irreversibles– datan, por ejemplo, de las revoluciones industriales y de la carencia, por entonces, del mínimo conocimiento sobre el brutal efecto de aquellas sobre el medio.

Todo lo que hacemos hoy, el modo en el cual nos trasladamos (y se trasladan los bienes más esenciales de la vida), tiene que ver con actividades productivas que pueden tensionar con el ambiente. Ese delicado balance es lo que diferencia las políticas públicas serias de aquellas meramente discursivas.

La dificultad no radica sólo en la implementación, sino también en los procesos de consenso y en la generación de estrategias que incluyan a todos los sectores.

Reitero, entonces, que –como en todo– se requiere un fino equilibrio: el mismo que la naturaleza enseña a cada paso. Nadie va a proteger el ambiente porque a nadie le importa ensuciar el piso que no tiene el deber de limpiar. De allí la teoría (bastante práctica) de las externalidades y sus efectos.

No es un mito, pero estamos a tiempo de que no sea una tragedia.

* Abogado y profesor adjunto de la carrera de abogacía de Uade

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