Es difícil que encontremos una época más feliz en nuestras vidas que la infancia. Y es igual de difícil que nuestra experiencia de la felicidad, aquella sensación a la que solemos apelar en ciertos momentos de la vida, no sea justamente la de la infancia. Por supuesto que es necesario decir que hay infancias infelices, etcétera, porque la brigada del dedito levantado está siempre atenta a hacer de la excepción, regla. Pero no, rebelémonos: la infancia es la época feliz y tenerla presente en nuestras vidas adultas, la seguridad de un refugio. Por cierto, hay muchas películas que trabajan desde ese lugar. De hecho, una parte importante de la filmografía de François Truffaut gira alrededor de la infancia (a veces agridulce, como en Los 400 golpes; a veces más luminosa, como en La piel dura) y de sus peripecias tomadas con absoluta seriedad.
Sin embargo, hablamos de “cine infantil” no referido a estas formas de mirar nuestros años alegres, sino de obras pueriles hechas a repetición por gente que no tiene la menor relación siquiera con sus recuerdos de la niñez. Pero un verdadero “cine infantil” es el que asume esa época de la vida y trata de reconstruirla desde ese punto de vista. Entre las últimas películas que lo han intentado aparece la un poco despareja, pero encantadora Amigos imaginarios (Netflix), tercer largometraje como director del comediante y actor John Krasinski y protagonizada por uno de los mejores payasos del cine reciente, Ryan Reynolds, quizás el mejor de los “niños grandes” del cine contemporáneo.
Krasinski es una especie de sorpresa para el cine reciente. Se hizo famoso -incluso más: se hizo meme- gracias a su participación como comediante en la serie The Office, donde interpreta a Jim, un personaje adicto a las bromas cuya personalidad es bastante infantil. Interesante si pensamos que la versión estadounidense de esa serie habla de personas inmaduras que se comportan en esa empresa igual que los chicos en un primario. Por supuesto que también es un actor dramático, lo vimos sobre todo en la serie Jack Ryan (Prime Video), donde interpretaba al personaje creado por Tom Clancy que ya habían personificado en el cine Alec Baldwin (La caza al Octubre Rojo), Harrison Ford (Juego de patriotas, Peligro inminente), Ben Affleck (La suma de todos los miedos), y Chris Pine (Código Sombra: Jack Ryan). Con tales antecedentes en imágenes, Krasinski le dio dignidad al personaje y casi, casi, su versión definitiva. Lo que no sabíamos, o no esperábamos, era que fuese director de cine. Lo descubrimos gracias a una de las películas de terror más creativas de la última década y media, Un lugar en silencio (Netflix). Acompañado por su esposa en la vida real (Emily Blunt) narraba la historia de una familia que intenta sobrevivir a una invasión extraterrestre viviendo en el más absoluto silencio. Tanto esta como su secuela de 2020 giran alrededor de la familia, de la responsabilidad paterna, del sacrificio y de cómo sobreponerse al dolor. Pero la aventura en sí tiene mucho de lo que podríamos llamar “terror infantil”: que detrás de la oscuridad aparezca el monstruo. Y de hecho, gran parte de la historia se ve a través de los ojos de los niños. Lo que no excluye la crueldad, por cierto. Es lo que también distingue a los cuentos de hadas.
Lo que nos lleva directamente a Amigos imaginarios, que es en sí una especie de cuento de hadas. De ese género excelso -aplaudido como cima literaria por gente tan disímil como Tolkien y Nabokov-, tiene la familia rota (la protagonista es una chica de 12años cuyo padre es viudo), la angustia del mundo real (ese padre tiene una enfermedad que no se identifica, pero sabemos que es grave y requiere una riesgosa operación), la aparición de la fantasía y la magia para solucionar esos momentos de angustia, y el reconocimiento final de qué es lo que nos hace verdaderamente humanos. Iremos a ese punto. El relato gira alrededor de dos personajes: la protagonista, Bea (Calley Fleming), que vive con su abuela ante la ausencia del padre (el propio Krasinski); y Cal (Reynolds). Sabemos que Cal y Bea tienen la capacidad de ver a ciertos seres extraños. Que son, ni más ni menos, los amigos imaginarios que muchos (que no todos) los chicos inventan alguna vez, el que responde a nuestros deseos y juega con nosotros en los momentos de soledad. Estos seres tienen su lugar de retiro, pero desaparecerán completamente si se los olvida o no encuentran un nuevo “niño” para acompañar. Bea decide encontrarles nuevos niños; cuando fracasa, descubre por azar que la solución es encontrar a los adultos que los crearon cuando niños.
La película, formalmente, combina el registro realista (aunque los colores saturados de la ciudad y los interiores nos ponen siempre en alerta: es el punto de vista de Bea) con la animación digital de diferentes estilos para dar vida a estos seres de una enorme variedad. Hay -esto es cierto- algunos baches de guion y algunas cosas que solo se pueden explicar mediante el diálogo, pero se compensa con otros aciertos mucho más interesantes. El primero es que estamos en parte ante lo que llamamos “coming of age”, relato de crecimiento, cuando un personaje pasa de la infancia a la adolescencia o de la adolescencia a la primera juventud adulta. De allí que Bea tiene un pie en la infancia (la ayuda a los seres imaginarios) y otra en las dificultades de lo cotidiano (la enfermedad del padre, que es el drama constante que “vuelve” a traer a Bea a la realidad). Sin embargo, es siempre la fantasía, la imaginación, la que provoca el descenso de la angustia. Una de las ideas más importantes de la película es resolver la pregunta de para qué sirve el juego.
Hay un lazo entre Amigos… y un clásico absoluto, Mi vecino Totoro. Como en la película de Hayao Miyazaki, la aparición de lo fantástico otorga un sentido al sufrimiento. De hecho, el gran punto de la película consiste en declarar, sin ambigüedades, que el juego de la infancia era lo que nos equilibraba, donde podíamos sublimar lo malo; de hecho, la infancia es no un paraíso perdido sino el momento en el que aprendimos en qué consiste la felicidad y la ejercimos de modo creativo (eso son los amigos imaginarios, justamente: ejercicio del juego). En dos momentos clave (la danza de la abuela; la entrevista de negocios de cierto hombre), el recuerdo del tiempo feliz encarnado en estos seres fantásticos provee un refugio del cual salir más fortalecido. No se trata de recordar solo por nostalgia, sino de revivir la emoción que se aloja en algún lugar de la memoria.
Como toda nena que sabe que está creciendo y a las puertas de la adolescencia, rechaza “la infancia” como un estorbo pueril. Ha perdido a su madre y su padre corre riesgos serios. Aceptar que “la infancia” no es un momento que merece el desprecio sino el humus donde se forjan nuestros gustos, temores y decisiones futuros, aceptar que sus felicidades, incluso simples, son lo que forja la posibilidad de felicidad por venir, es lo más importante que va a sucederle a la protagonista. Y ve a esos personajes creados por el puro juego porque aún es una nena. Lo que debe aprender es que una parte suya lo será siempre, y que eso, en lugar de teñir todo de una pátina de “estupidez” (las comillas se justifican en este caso porque demasiados adultos consideramos la infancia como algo estúpido que debemos olvidar), otorga fortalezas, refugio y, sí, soluciones. De hecho, Cal, el contenido, melancólico personaje que juega Ryan Reynolds varios tonos más apaciguado que en Deadpool (otro nene grande), es el de una forma de solución. Que se parezca o esté caracterizado como el padre es un pequeño toque de genio de Krasinski, casi inadvertido hasta el final. Contar más es spoilear demasiado, sepan disculpar.
Pero Amigos… va más allá de lo que significa la infancia en la vida de las personas. Tengamos presente las bromas que el padre le hace a Bea en el hospital, por ejemplo, o el momento en el que un disco (gran fragmento del Espartaco de Aram Khachaturian) provoca una danza. La película tiene como tema -disculpe el lector si parece pretencioso, pero es así- el sentido de nuestras vidas, de cada una de ellas, individuales. Los humanos, como los perros o los gatos, tenemos ciertas necesidades: comer, beber, dormir, respirar, reproducirnos, excretar. Sin embargo, no nos alcanza con eso. Por alguna razón, algún extraño milagro de la genética o por intervención de vaya a saber qué divinidad, en el caso de existir, tenemos la posibilidad de crear cosas, de jugar, de pensar en nosotros y en el Universo, de pedirle explicaciones al mundo. La comida, el agua, el aire, la cama son lo que nos sostiene vivos para que podamos ejercer lo que realmente nos hace humanos: el juego, ese que inventa el arte (¿acaso en inglés y francés no se usa el mismo término para “jugar” y “actuar” -y de hecho en castellano es posible?). Trabajamos para tener dinero, tenemos dinero para solventar nuestras necesidades, solventamos nuestras necesidades para darnos tiempo de jugar, de inventar. Como los estrafalarios y queribles personajes de la película, de la misma estirpe que Drácula, Bugs Bunny, Edmundo Dantés, Alicia, Hamlet, Emma Bovary, Popeye, Pinocho, Satán, Afrodita, el Coyote o Lara Croft: creaciones de nuestra capacidad de juego que le otorgan sentido al tiempo que nos toca vivir, sea en la edad que fuere.
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