Más allá de Alves

El Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC) ha absuelto a Dani Alves del delito de agresión sexual. El futbolista fue condenado a cuatro años y seis meses de prisión por la Audiencia de Barcelona en febrero de 2024. Entonces, la sentencia fue considerada como una guía detallada y precisa para comprender el consentimiento en toda su complejidad. El nuevo fallo revoca el anterior ante «la falta de fiabilidad en el testimonio de la denunciante» y «las insuficiencias probatorias». El tribunal, formado por dos magistradas y un magistrado, no afirma que la hipótesis de la defensa del acusado sea la verdadera, pero señala que «no se ha superado el estándar que exige la presunción de inocencia».

Por los diferentes aspectos que han confluido en el caso Alves, es difícil substraerlo de su componente simbólico. La misma condición desigual de las partes le confirió una importancia considerable. Por un lado, un deportista de éxito, admirado, rico y famoso. Por otro, una joven que se resistió en un primer momento a denunciar. Porque quería mantenerse en el anonimato y porque dudaba de que su testimonio fuera creído. Lamentablemente, la madre del deportista aireó su nombre y la última sentencia del TSJC cuestiona su fiabilidad.

El caso Alves estalló en pleno enfrentamiento por el consentimiento. Los hechos sucedieron en diciembre de 2022, tres meses después de que se aprobara la ley del solo sí es sí. El debate sobre la ley había elevado al máximo la crispación, se había politizado al extremo y la ultraderecha no había dejado de añadir leña al fuego. Con tanto ruido, la pedagogía sobre el consentimiento no había sido fácil. En este ecosistema, la anterior condena de la Audiencia de Barcelona fue celebrada como un triunfo social. Ante todo, representaba el fin de la impunidad. Una sentencia, la de la Audiencia de Barcelona, que llegaba después de una mayor conciencia ciudadana. De un protocolo contra las agresiones sexuales que siguió la discoteca y acompañó a la joven. De una víctima que se sintió segura y decidió tirar adelante la denuncia. Y de unos jueces que, más allá de aplicar la ley, contribuyeron a hacer comprensible el consentimiento. La sentencia tenía una clara voluntad de reparación de la víctima, relevante para animar a la denuncia y evitar que ningún delito quedara impune, fuera quien fuera el agresor.

Nada de lo conseguido puede darse por perdido con la actual sentencia del TSJC, pero es innegable su impacto social. De nuevo, aparecen fantasmas que se daban por superados: la sospecha de una justicia desigual, el temor de las víctimas a no ser creídas, la exigencia a la víctima de ajustarse a una determinada imagen o el diferente peso que se da a la palabra de una mujer o de un hombre. A pesar de que Alves cambió hasta cinco veces de versión, la sentencia destaca las contradicciones en el relato de la mujer.

La sentencia puede ser recurrida ante el Tribunal Supremo. El viacrucis judicial continuará. A la sociedad le corresponde mirar más allá del caso Alves, seguir avanzando y no dar ningún triunfo por consolidado. Como ya está ocurriendo, los negacionistas de la violencia machista, los que pretenden vender un imaginario del hombre víctima, ya están utilizando el caso Alves como bandera de sus postulados. En este momento cabe, más que nunca, acompañar a las víctimas de agresiones sexuales y no permitir que haya una regresión en las denuncias.

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