Si buscamos el significado de la palabra que titula el último filme de Oliver Laxe, Wikipedia nos indicará que «es un término árabe que significa camino o sendero, en un sentido tanto físico como espiritual; en el contexto islámico, se refiere al puente que conecta el infierno con el paraíso…», además es lo primero que podemos leer en la pantalla, justo antes de aparecer las primeras imágenes en que el personaje protagonista que encarna Sergi López, en compañía de su pequeño -que interpreta Bruno Núñez-, busca a su hija, desaparecida desde hace meses, entre una multitud de danzantes, en pleno desierto del sur de Marruecos, donde al son de contundentes ritmos viajan fuera de sí a lo más profundo de ellos mismos, en una fiesta salvaje de delirio y desenfreno. Mientras uno se pregunta qué pinta allí ese padre con el chico, comenzará una odisea en la que se embarcarán junto a un grupo de extraños personajes camino de otra cita festiva en Mauritania, donde podrían encontrar a la hija desaparecida y añorada.
La cinta, galardonada con el Premio del Jurado en Cannes 2025, sorprende por su calidad y no dejará indiferente al espectador más frío; te deja en shock y sales trastocado después de su visionado, tan contundente como brutal, durante bastante tiempo la reflexión se apodera de ti. El director de Lo que arde (2019) y Mimosas (2016) consigue hipnotizarnos y llevarnos en esta especie de road movie muy personal por los más intrincados senderos hacia no se sabe dónde. Por supuesto, no será fácil la ruta. Obstáculos de todo tipo y decisivos giros narrativos y sorpresivos que reventarán cualquier previsión. El subtítulo de la cinta es Trance en el desierto, un trance brutal es el que esperará al protagonista, a sus peculiares acompañantes… y al espectador; y todo ello en medio de un paisaje tan bello como árido, casi fordiano. Y es entonces, cuando la película de carretera, con suspense y acción, se transforma en otra cosa extremadamente diferente, cuando la tragedia entra en escena todo cambiará hacia lo inexplicable.
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