Pedro Sánchez. / AP/LaPresse
En este momento ‘procesal’ y de calendario, nadie sabe qué va a ocurrir con el PSOE, con el Gobierno y con la legislatura. Solo hay un señor, que resulta que es el presidente y jefe de los socialistas y que se llama Pedro Sánchez, que parece tener la seguridad de que controla la situación porque es el único que puede apretar el botón rojo del adelanto electoral, según la ley. En teoría, es tal cual. Pero en la práctica un Sánchez empeñado en continuar no depende de él mismo y sus circunstancias, sino de qué luz arrojen los últimos registros en domicilios de cargos oficiales; qué digan y prueben próximas declaraciones en sede judicial como la de Santos Cerdán y, sobre todo, del próximo informe de la UCO. Y de cuánta fiebre provoque la suma de todos estos elementos y su difusión en el cuerpo orgánico y electoral de sus socios parlamentarios.
Sánchez trata de actuar como si lo tuviera todo bajo control, pero se le nota en el rostro, en sus gestos y hasta en la forma de relacionarse con los periodistas los estragos que en él ha causado el tsunami de la corrupción en su entorno. Cuando se le pregunta por el tema dice que la legislatura acabará cuando toque y que él volverá a presentarse como aspirante a la reelección. Es la expresión de su deseo, pero que se cumpla o no dependerá en realidad de otros. De lo que hallen o no hallen en la investigación judicial en curso y de la cintura de los que le dan oxígeno en el Congreso para aguantar el tirón: conviene no perder de vista que las próximas citas electorales previstas son autonómicas y municipales, afectando de lleno a varios de los partidos (aún) aliados de los socialistas. Llegado el momento, ¿les dará más miedo la potencial suma del PP con la extrema derecha o la toxicidad que pueda llegarles de un PSOE que ha caído en el fango? El dilema está servido. La depresión en el progresismo, también.
Faltan apenas unos días para que el PSOE celebre un Comité Federal que promete ser histórico (otro), en el que Sánchez deberá despejar delante de sus compañeros qué tiene pensado para devolver la honra a una secretaría de Organización que sus dos últimos responsables, José Luis Ábalos y Santos Cerdán han emponzoñado, sin que todavía pueda medirse con exactitud las consecuencias. Nadie tiene la certeza de que esa remodelación de partido no vaya acompañada de otra, en el corto o medio plazo, de carácter gubernamental. Pero ahí las cartas le vienen mal dadas a un Sánchez que ha arriesgado colocando de cabezas de cartel para las siguientes autonómicas a un buen puñado de ministros, miembros de un Ejecutivo que hipotéticamente les iba a dar foco en los territorios pero que ahora está achicharrado por las circunstancias.
La política internacional y sus derivadas le conceden al presidente minutos de oxígeno en horas asfixiantes dentro de casa. Pero los minutos son minutos. El debate sobre el aumento del gasto en defensa o las cornadas de Donald Trump son gasolina para un motor que da síntomas de estarse gripando seriamente. La aclamada resilencia presidencial muestra por primera vez grietas hasta a los que nunca han querido verlas. En el PSOE hay una inquietud indisimulable. Los avalistas parlamentarios miran de reojo y con desazón hacia la sede de Ferraz, donde hace tan solo unos días los cuerpos de seguridad acudieron a requerir material informático de Cerdán. En el PP se prepara un congreso nacional a mayor gloria de Alberto Núñez Feijóo en el que ni siquiera Isabel Díaz Ayuso dará juego con sus enmiendas al modelo de elección de líder: se han decidido por sacarle el máximo rédito posible a la debilidad del adversario sin exhibir la propia, aunque la haya. Feijóo, que el miércoles se reunió en el Parlamento con el jefe de Vox, Santiago Abascal, espera acontecimientos. Porque sabe que ni Sánchez sabe qué será de Sánchez, sin que nada pueda descartarse: Ni la muerte (política) ni un último intento agónico de resurrección.