La búsqueda del consenso, cada vez más imprescindible

No puede alegarse que reaparece porque siempre estuvo: mal que nos pese, Argentina lleva casi 100 años transitando períodos violentos, quizá porque el país todo nunca llegó a exorcizar su propensión a la búsqueda de soluciones drásticas, la terapia de lo inmediato que no admite consultas, discusiones ni disensos.

Ocurrió otra vez cuando en las calles cercanas al Congreso de la Nación volaban las piedras y se malhería a personas sin distingo alguno y en el interior de la casa de las leyes los legisladores daban el triste espectáculo de no entender lo que representan, al punto de protagonizar escenas de pugilato. Uno y otro cuadro hablan de un país enfermo, en el que se ha perdido hace mucho toda consideración por el otro y se ha olvidado la más mínima consideración por el derecho ajeno.

Nuestra sociedad, tensionada por angustias diversas y necesidades urgentes, ya no tiene paciencia ni a la hora de peticionar ni a la hora de responder: el agravio, la descalificación, el ninguneo y la prepotencia devienen en amenazas que a la corta generan hechos lamentables.

Están por una parte quienes empujan porque perciben la debilidad de quienes mandan, y están quienes responden con el uso de la fuerza. Unos y otros conforman las mandíbulas de una pinza en la que una buena porción de la sociedad argentina ajena a estas tensiones ha quedado atrapada, sin capacidad de respuesta ni representantes que le den voz y corporicen su angustia: la terrible crisis de representatividad que atravesamos ha dejado espacio para que algunos energúmenos naveguen a sus anchas. Lo que no quiere decir que no haya representantes y líderes dignos y probos.

En ese marco, es imposible encontrar respuesta para nada. Dirigentes melindrosos, que temen ser señalados, aliados de ocasión incapaces de poner límites y un Gobierno que se atrinchera en un discurso negador, cerrado a todo debate, van pavimentando el camino a una reacción que se enanca en reclamos legítimos para jugar su propio juego.

Claro que poco de eso sería posible si alguien escuchara, si hubiera una cuota de autocrítica y, sobre todo, si se abandonara el tono autoritario, prepotente y violento que promete todos los días los fuegos del averno a todo aquel que pretenda hacer escuchar su voz. La horrible y siempre sectaria visión del “ellos o nosotros” ha vuelto a instalarse como si nunca se hubiera ido, y la división de la sociedad entre buenos y malos sólo promete más intolerancia y violencia.

Ha llegado el momento de retroceder algunos casilleros, de dejar de insistir con métodos ya probados que no funcionan y buscar mínimos acuerdos sobre temas esenciales, cuestión en la que nadie puede atribuirse la posesión de la verdad. Pero, sobre todo, de abandonar el discurso y la metodología represivos, porque los argentinos de buena memoria bien sabemos a dónde conduce eso: a ese lugar al que no queremos volver.

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