San Fermín fue un mártir cristiano que vivió en el siglo III. Hijo de un senador de Pompaelo que se convirtió al cristianismo, el pequeño fue bautizado, para, posteriormente, llegar a ser obispo y predicar en diversas regiones. Su trágico final fue la decapitación, lo que ocurrió en Amiens, donde también es venerado.
Las fiestas en honor a este santo son el resultado de una amalgama de tradiciones que se remontan a la Edad Media. Parece ser que el 7 de julio fue la fecha del terrible martirio, lo que conllevó la creación de procesiones y misas de conmemoración necesaria para los creyentes. Por otro lado, ya en el siglo XIV, las ferias de ganado atraían en julio a comerciantes y campesinos hasta Pamplona. En ese contexto, para entretener al pueblo, se organizaban corridas de toros y espectáculos callejeros. Para finales del siglo XVI, ya se habían combinado casi de forma natural el ámbito religioso, el taurino y el festivo. Evidentemente, los ‘encierros’ son hoy el aspecto más famoso, pues poseen un fuerte componente emocional y simbólico. No en vano el escritor estadounidense Ernest Hemingway, que visitó Iruña en los años 20, quedó fascinado con lo que allí vivió, y describió las fiestas con entusiasmo en su novela ‘The Sun Also Rises’. Con semejantes credenciales, San Fermín se convirtió en un fenómeno internacional de difícil parangón.
Suponemos que, este año, en el emotivo canto del ‘Pobre de mí’, más de un ciudadano de bien se acordará de los chorizos que no son embutidos y que también han hecho que el nombre de su tierra suene allende nuestras fronteras. Ojalá San Fermín ayude a superar tanta penuria a los pamploneses y, de paso, a quienes preferiríamos correr delante de un toro que continuar aguantando que nos toreen.
*Lingüista