Estamos inhalando estupidez: el dióxido de carbono amenaza a nuestro cerebro

Al superar las 420 partes por millón de CO₂ en la atmósfera hemos cruzado un umbral sin precedentes para nuestra especie, forzando a nuestra biología a operar en un entorno químico para el que no está diseñada. Este experimento planetario ya está mostrando sus efectos, y el precio podría ser nuestra propia agudeza mental.

Cuando pensamos en el dióxido de carbono (CO₂), la primera imagen que suele venir a la mente es el calentamiento global. Lo hemos asimilado como el principal responsable del cambio climático, un gas que atrapa el calor y altera la temperatura del planeta. Sin embargo, un análisis crítico publicado en la revista Environmental Science Advances por un equipo de científicos liderado por el químico italiano Ugo Bardi, nos obliga a ampliar la mirada y a considerar el CO₂ bajo una nueva luz: la de un contaminante bioquímico con efectos directos y preocupantes sobre nuestra salud y la biosfera.

La tesis central del estudio es que, si bien el efecto invernadero del CO₂ es un problema de enorme magnitud, centrarnos únicamente en él nos hace ignorar sus otras facetas. El CO₂ es una molécula químicamente activa que, al aumentar su concentración en la atmósfera, desencadena una serie de consecuencias que van mucho más allá del clima.

Impacto directo en nuestro cuerpo y cerebro

Quizás la advertencia más alarmante del informe se centra en la salud humana. Nuestro cuerpo ha evolucionado durante millones de años en una atmósfera con niveles de CO₂ que raramente superaban las 300 partes por millón (ppm). Hoy, superamos las 420 ppm, y la cifra sigue subiendo. Esta alteración, sin precedentes en la historia de nuestra especie, interfiere con un proceso biológico fundamental: la respiración.

El mecanismo es sutil pero potente. El transporte de oxígeno en nuestra sangre, realizado por la hemoglobina, está finamente regulado por la concentración de CO₂. Cuando los niveles de CO₂ en la sangre aumentan, la capacidad de la hemoglobina para unirse al oxígeno y distribuirlo por los tejidos se ve comprometida. Este fenómeno, conocido como hipercapnia, tiene consecuencias directas.

Estudios recientes han demostrado que la exposición a concentraciones de CO₂ de entre 1.000 y 2.000 ppm, niveles que se alcanzan con facilidad en espacios cerrados como oficinas, aulas o incluso en nuestros hogares mal ventilados, provoca una disminución medible en el rendimiento cognitivo. Las personas expuestas a estos niveles muestran una menor capacidad para tomar decisiones, resolver problemas y pensar estratégicamente. Es, en esencia, un freno para nuestro cerebro.

Pero los efectos no terminan ahí. La exposición crónica a niveles elevados de CO₂ puede provocar acidosis y estrés fisiológico: ocurre cuando cuerpo intenta compensar el aumento de acidez en la sangre (causado por el CO₂ disuelto) movilizando calcio desde los huesos, lo que a largo plazo puede llevar a la calcificación de riñones y arterias.

También se ha observado un aumento de la inflamación, el estrés oxidativo y cambios en la frecuencia cardíaca y la presión arterial, incluso a niveles moderados. Asimismo, estudios en animales expuestos de forma prolongada a concentraciones de CO₂ previstas para el futuro cercano muestran problemas en el desarrollo pulmonar y muscular, hiperactividad y una reducción de la atención, advierten los investigadores.

Una desconexión evolutiva

El informe plantea una pregunta inquietante: ¿están nuestros cerebros, grandes y complejos, adaptados para funcionar en el mundo que estamos creando? La evolución de los homínidos y el desarrollo de un cerebro con una alta densidad neuronal ocurrieron durante el Pleistoceno, una época con niveles de CO₂ muy bajos (entre 180 y 280 ppm). Estamos forzando a nuestra biología, diseñada para un ambiente bajo en CO₂, a operar en condiciones radicalmente diferentes.

Los autores sugieren que esta «desconexión evolutiva» podría estar relacionada con tendencias observadas recientemente, como el «efecto Flynn inverso» (una disminución global en las puntuaciones de coeficiente intelectual) o el aumento en la incidencia de demencia senil, fenómenos que hasta ahora se atribuían a factores ambientales genéricos.

Referencia

Carbon dioxide as a pollutant: the risks on human health and the stability of the biosphere. Ugo Bardi et al. Environmental Science Advances, 2025, 4, 1364-1372. DOI:10.1039/D5VA00017C

El mito del «alimento para las plantas»

El informe se detiene también en el argumento que un aumento del CO₂ es beneficioso porque actúa como «fertilizante» para las plantas. Si bien es cierto que mayores concentraciones pueden acelerar la fotosíntesis en algunos árboles y plantas (un fenómeno conocido como «enverdecimiento global»), el estudio matiza esta idea de forma contundente.

Aclara que este efecto fertilizante no se aplica a cultivos vitales como el maíz, la caña de azúcar o el mijo (plantas C4), que tienen un mecanismo de fotosíntesis diferente. Asimismo, señala que el aumento de la biomasa por efecto del CO2 no se traduce en un mayor contenido nutricional. Las plantas crecen más rápido, pero con menos vitaminas y minerales.

Por último, el informe indica que las plantas adaptadas a más CO₂ reducen su transpiración, lo que puede alterar los patrones de lluvia y aumentar el riesgo de inundaciones al cambiar el funcionamiento de la «bomba biótica» que transporta la humedad atmosférica. Conclusión:  los pequeños beneficios agrícolas, si es que existen, no compensan ni de lejos los perjuicios para la salud humana y los ecosistemas del aumento de las emisiones de CO2.

Una llamada a la acción redefinida

La conclusión del informe es clara: tratar la crisis del CO₂ únicamente como un problema de temperatura es un error peligroso. Soluciones de geoingeniería como la Gestión de la Radiación Solar (SRM), que proponen enfriar el planeta reflejando la luz solar, no harían nada para frenar la contaminación bioquímica del CO₂. Podríamos vivir en un planeta más fresco, pero con un aire que sigue afectando negativamente a nuestra capacidad cognitiva y nuestra salud.

La única solución real, según los autores, es reducir drásticamente las emisiones y, a largo plazo, encontrar formas de devolver la concentración de CO₂ atmosférico a niveles compatibles con nuestra biología.

Necesitamos empezar a ver el dióxido de carbono no solo como un gas que calienta el planeta, sino como lo que realmente es: un contaminante que, a los niveles actuales, ya está comprometiendo la salud de la biosfera y la nuestra propia.

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