Septiembre en América del Sur

Cuando llega septiembre por estas tierras de América del Sur, uno no deja de pensar en los jacarandás aún adormecidos, pero con muchos brotes, en el frío que se aleja, en soles más fuertes; y “primavera” deja de ser solo una estación y aparecen milagrosamente ejemplos y diferencias, porque todo se tiñe con los colores del arte, la melodía inconfundible de la música y la renovada esperanza de las alegrías estudiantiles. Lo primero que nos asalta es la primavera de Botticelli, quien ya en 1480, en plena Florencia renacentista, imaginó su celebérrimo cuadro. Era un tiempo en que la ciudad olía a óleos densos, discusiones platónicas o no tanto; donde Lorenzo de Medici abría sus salones a filósofos, poetas, pensadores y nobles, para nutrir el arte y la historia.

En ese marco, Botticelli creó una ronda casi alada, suspendida, las Tres Gracias sutilmente entrelazadas, mientras Venus irradia serenidad y Mercurio aporta las nubes que colorean el cielo. Todo es lirismo que celebra el amor y la naturaleza. En aquel jardín imaginario la primavera se eternizó, pura y sin las heridas del tiempo. La Toscana en su esplendor y un ejemplo clásico de lo bello. Le cabe al nobilísimo Botticelli dejarnos una primavera idealizada, la que se estudia en las academias, se cuelga en un museo, y donde se contempla en el éxtasis de la perfección, que atraviesa la eternidad.

Pero hay otras primaveras, que llegan con un tambor que golpea la tierra. Es la música de Stravinsky, con La consagración de la primavera, con su ballet y su concierto orquestal, creada para la temporada de 1913, en París, para la Compañía de los Ballets Rusos de Serguei Diaghilev, con coreografía del genial Nijinsky, quien nos invita con su ritmo a celebrar la vida. No hay ninfas vestidas con flores, sino cuerpos que laten, que atruenan la tierra para despertarla. La música estalla como un verdadero y furioso terremoto, con acordes fortísimos, que no acarician, conmueven. La misma coreografía muestra cuerpos, ya no los etéreos de Botticcelli, sino primitivos, terrenales, arrodillados ante la tierra, clamando por fertilidad. Stravinsky nos arroja musicalmente a la primavera real, la que enciende a los animales, la que quiebra el hielo, la que nos promete que la hierba y las flores crecerán con la fuerza irreprimible de la vida.

Y si todo esto fuera poco, los argentinos tenemos nuestra autóctona primavera. Y esta coincide con el Día del Estudiante, que nos lleva al universo de la juventud, el bullicio, a la alegría de pasear por parques –el icónico Palermo, o en el caso de los más audaces irse hasta el Tigre–. Canastas que anuncian pícnics, desbordantes de comestibles, y la certeza de que nadie pasará sed si el día es muy caluroso. Aunque también se han dado festejos con lluvias o soles muy ligeros. La fiesta no se posterga por mal tiempo. La existencia en sí misma late con fuerza, la libertad florece, el futuro es cercano y a la vez incierto. Un renacer de los sentidos. Algunos han concluido que la vida es mucho más fuerte que la muerte.

La primavera no solo es arte, música o el bullicio estudiantil. Es mucho más que todo eso junto. Es la fuerza de la tierra, que nos convoca a la insistencia obstinada de la vida, a la inclaudicable voluntad de la condición humana de alcanzar la felicidad, en el formato en que cada uno considere que puede, en ese largo derrotero que es subsistir. Festejemos como cada uno quiera y pueda la primavera, en la certeza de dar un voto positivo por la vida.

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