El peligro de los líderes que están fuera de sí

Mientras Donald Trump se encamina a un posible segundo mandato, la prensa estadounidense debate cómo pararse frente a sus desmesuras y cuál debe ser su rol ante un hombre que incitó a sus fanáticos a tomar el Capitolio, símbolo de la democracia, tras perder la elección anterior. Para peor, el magnate vuelve recargado: ha dicho que encarnará “la venganza”, que los inmigrantes ilegales “envenenan la sangre del país” (en una figura que remite al nazismo) e incluso ha jugado con la idea de que será un “dictador”. Paradójicamente, a medida que su discurso se desquicia, los diarios prestan menor atención a sus dichos.

Todo esto lo cuenta Gail Scriven en un agudo análisis publicado ayer en este diario, con foco en la advertencia que hizo un profesor de Ciencias Políticas del University College de Londres: “Los escándalos de Trump se han vuelto previsiblemente banales. La prensa, que en 2017 informaba sobre cada uno de sus tuits, ahora ignora incluso las propuestas más peligrosas de un autoritario que está a punto de volver a convertirse en el hombre más poderoso del mundo”. La alerta la lanzó Brian Klaas, en un ensayo que tituló “Los argumentos para amplificar la locura de Trump”.

El debate nos toca de cerca. En tiempos de Cristina Kirchner, los periodistas tuvimos que lidiar con el dilema de cómo responder los ataques al sistema republicano, y más en concreto a la prensa, sin alimentar al mismo tiempo la polarización que el populismo aplica como principal estrategia. Las investigaciones sobre hechos de corrupción, la denuncia de un columnista sobre la colonización de la Justicia, eran para el kirchnerismo reacciones de los “poderes concentrados”, siempre conspirando contra el pueblo al que Cristina venía a redimir. La retórica del resentimiento daba sus frutos, y así el fraude más flagrante pasaba a ser, para los militantes fanatizados, una mentira elucubrada por la impiadosa “elite”, responsable de todos los males habidos y por haber.

«¿Qué debe hacer el periodismo? ¿No amplificar “las locuras” de los populistas o denunciarlas, aun a riesgo de que el líder convierta las denuncias en pasto para sus fieles?»

La polarización, fogoneada en forma cotidiana por la líder populista desde su discurso, produjo entonces dos efectos en la prensa. Por un lado, un cansancio que derivó en la normalización de la violencia verbal que bajaba desde el poder, un adormecimiento parecido a lo que observa Klaas en Estados Unidos. Por el otro, una caída en la lucha en el barro, en la que el kirchnerismo jugaba de local. Allí, en su terreno, con cada crítica, por consistente que fuese, el periodista tenía la sensación de que le echaba otro leño a la caldera de la división, ganancia para los enemigos del diálogo.

Entonces, ¿qué hacer? ¿No amplificar “las locuras” de los populistas, o contarlas y denunciarlas, como siempre ha hecho la prensa, aun a riesgo de que el líder convierta esas denuncias en pasto para sus seguidores incondicionales?

Aquí seguimos desafiados por este dilema. En tanto fenómenos que pasan más por la psicología que por la ciencia política, todos los populismos, sean de izquierda o de derecha, se parecen. Hay algo que Cristina Kirchner, Donald Trump y Javier Milei comparten, por encima de sus ideologías: son personas que están “fuera de sí”. Los mueven, en mayor medida que al promedio, pulsiones y emociones que no dominan. De allí que se sientan constreñidos por los límites que impone el razonado y razonable sistema de equilibrios y balances del sistema republicano.

En Trump y Cristina esto es un hecho probado. Ambos fueron contra la división de poderes. Trump se resistió a dejar el mando al ser derrotado en elecciones (lo mismo que Jair Bolsonaro en Brasil) y Cristina se quiso “eterna”. El presidente argentino no ha demostrado, al menos por ahora, vocación vitalicia. Pero ha dado muchas muestras de intolerancia. Le adjudica mala fe a toda crítica, reparte descalificaciones y agravios al por mayor y se ha ensañado con la prensa. Lo paradójico en su caso es que el hecho de estar movido por una idea que lo toma por completo, ese estar “fuera de sí”, esas “locuras” que se le conocen, han sido interpretadas por gran parte del electorado como una garantía de que este outsider “poseído” por una convicción de cuño religioso es el único capaz de arremeter contra el viejo orden: la patria corporativa y prebendaria que esta semana, con el escándalo de los planes sociales, ha dado una muestra más de su profunda corrupción.

En lo económico, el Presidente ha alcanzado logros alentadores. A la luz de sus actitudes y de sus afinidades electivas (Trump, Bolsonaro, Vox y la ultraderecha global), lo que preocupa en Milei es su pobre noción de la convivencia democrática y el pluralismo. ¿Qué hacer, entonces, con sus gestos populistas? Lo dije en una columna del mes pasado: “De eso hay que hablar”. En una república, es deber de la prensa marcar, desde la información y la opinión (separando ambos andariveles) todo desvío autoritario del poder. Nuestro país y muchos otros no se debaten tanto entre izquierdas y derechas –como nos quieren hacer creer los extremos–, sino más bien entre los que defienden las hoy debilitadas democracias y quienes las horadan desde adentro.

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